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Noche de soledad (novela)
#3
El doctor Díaz no podía dormir. Desde aquel caso de la anciana en la casa de comida... le daba la impresión de que aquel hombre educado y de mirada lánguida le era conocido de algún lado. Pero, ¿de donde? Eran las tres de la mañana y no conciliaba el sueño. Su esposa Cecilia estaba a su lado, durmiendo sobre su torso desnudo. Movió despacio a su esposa y se levantó de la cama. La urgencia lo llamaba. Salió del baño y se lavó las manos en la canilla de la cocina. ¿En qué estaba pensando? ¿Ese hombre se parecía a alguien que él conociera? ¿Podría ser un amigo de la infancia? ¿Tal vez de la primaria? Decidió mirar en lo que él llamaba “El cajón de los recuerdos olvidados”, era un cajón de una cómoda donde guardaba las cosas que había considerado importante de chico.
En aquella época, no había celulares ni nada de la tecnología que hay hoy en día. Todos los años, pagando cinco pesos, te sacaban una foto escolar. Él se puso a recorrer aquellas fotos mientras se preparaba una infusión. En tan solo dos minutos, y gracias al micro ondas, tendría listo su té. Miró una a una las fotos. Allí había chicos y chicas que ahora, en tiempos críticos, se dedicaban a vender droga. Era un empleo de redituaba. Los “transas”, como se llama a estos dealers (vendedores) en el lenguaje de la villa, estaban por todos lados. Todavía recordaba a Roberto Zapata, un dealer de tan solo trece años. “Cayó” preso cuando estaban en séptimo grado de la primaria. Un delincuente juvenil. Probablemente ya estuviese muerto. En esa foto también estaba Sabrina Páez de quien él estaba enamorado perdidamente. Había muchas personas que ni recordaba. Pero de alguien se acordaba seguro: Ghomikian. Aquel chico introvertido y callado que se mantenía al margen de la amistad. Justo en un punto medio entre el odio y el amor.
Faltaba un segundo para que su té estuviera listo. Lo apagó antes. No quería despertar a su mujer. Cecilia era buena con él. No había de que quejarse.
Ellos se conocieron en la Facultad de Psiquiatría de Palermo. Al principio no se prestaban atención, como toda persona ajena a uno. La persona, al mirar a otra que le guste o llame la atención amorosamente, se pregunta: “¿Esta/e chica/o estará destinada/o a ser mi pareja hasta el día del deceso?” Hasta ahora, Cecilia había demostrado serlo. Era una esposa atenta y de buen corazón. Aunque se especializaban ambos en Psicología, también habían estudiado el resto del cuerpo.
Siguió mirando las fotos y encontró una en la que él sostenía un cartel que decía: “Esc. Número 42, 7mo grado C”. Era el cartel de su escuela. Había compañeros que él ni recordaba. Y que tampoco vienen al caso. Solo uno de ellos era importante en su pasado: Mauricio J. Ghomikian. ¿Qué sería de su vida? ¡Hacía tanto que no lo veía! Solo recordaba los días de verano que pasaban juntos jugando a la NES en la casilla que hacia las veces de centro recreativo. Era su edad de oro. Pero eso no es todo lo que le sorprendía, la chica petisa y rubia que salía en el diario había sido su compañera de curso.
-Pamela creo que se llamaba -se dijo para si mismo- Así que ganaste la lotería Pame... Tal vez me de una vuelta por mi antiguo barrio: Villa Bosch.
La historia de Villa Bosch se puede leer en cualquier sitio de Internet de hoy en día. Es un barrio ubicado en el municipio de Tres de febrero. Otros barrios importantes de la zona son: Loma Hermosa, Pablo Podestá, Caseros, Ciudadela y Santos Lugares; entre otros.
Allí en Villa Bosch estaba la casa de Ghomikian o eso pensaba él. Ya era tarde, se había desvelado mirando aquellas fotos. Guardó todo en el cajón y comenzó a prepararse para ir al trabajo. Pronto su esposa se despertaría y comenzaría a buscarlo para darle su medicación. El Doctor Díaz era diabético desde hacía un año. Se cuidaba mucho de las cosas dulces y hacia una dieta contra la obesidad ya que la insulina hace que las grasas y los lípidos se fijen al cuerpo más rápido de lo que se puede uno imaginar.
Preparó el baño. Obviamente, el doctor iba limpio a su trabajo. Pero era muy cuidadoso con sus pies. Los diabéticos tienen mucho cuidado con ellos porque ahí se producen infecciones serias. Es más, a un ex compañero de trabajo -que también es diabético- le tuvieron que amputar uno de sus pies por no lavarlos con frecuencia. Una lástima.
-Amor, ¿ya te levantaste? -Era su esposa quien le hablaba.
Cecilia vestía un camisolín transparente, por suerte usaba ropa interior. Ella era pálida -siempre lo fue- y poseía un particular encanto en su sonrisa capaz de derretir al hombre menos afortunado de la tierra.
-Estaba mirando las cosas viejas de la primaria -le contestó Américo- hace un tiempo que estoy pensando en ir a ver a mi madre...
-¿Hay alguien en particular a quien busques ver? -interrogó Cecilia a su marido- ¿Alguna chica? -bromeó ella-.
-La una chica para la que tengo vista es para vos amor...
Un ruido sordo se escuchó en el techo. Ambos se sorprendieron por el sonido.
-¡¿Que fue eso Amor?! -inquirió asustada su mujer- ¿Será un ladrón?
-Voy por mi arma...
Américo fue por su revolver al cajón de la mesita de luz. El arma -un revolver calibre .29- brillaba sombríamente. Salió de su cuarto mirando para todos los costados y llegó al techo.
Parecía no haber nadie por allí. Algo se movió detrás del tanque de agua, algo pequeño y peludo. Una paloma yacía muerta con un balín atorado en el pecho.
De pronto recordó algo. Era domingo y seguro que algún pibe borracho le disparó con un arma a balines.
Su vecino, que también había escuchado el ruido, se asomó por la baranda.
-¡Hey! ¡Ustedes! -Gritó el vecino, los jóvenes se asustaron y salieron corriendo, el vecino volvió a recostarse y Américo se fue a duchar-.
{ Este tema ha sido editado, no postees tan rápido, editá }
El doctor Díaz llegó temprano al consultorio. Había visto demasiados locos en su vida. Todos ellos por culpa de las “enseñanzas” de lo que en psicología se conoce como “Delirio místico”.
Ese día el doctor Díaz tuvo que explicarle a la madre de un familiar internado como se produce este tipo de delirios. En palabras simples solo le explicó lo básico que le habían enseñado a él. El doctor Díaz era un psiquiatra reconocido mundialmente por sus pares. Había atendido incluso gente que decía poder manipular los elementos como el aire o el agua, pero al tratar de hacerles entender que eso no pasaba se ponían violentos. Y no solo pasaba en los hombres. También pasaba en mujeres sin importar su edad.
Mientras hablaba con la anciana se percató de que la señora no presentaba un buen color. Le preguntó si se sentía bien pero era lógico que estuviera al borde del colapso nervioso. Con eso despacho a la mujer desconsolada.
Alguien golpeó a la puerta. El doctor Díaz llamó por un intercomunicador a su secretaría.
-¡Analía! -nadie contestaba del otro lado- ¡Analía!-seguía sin respuesta- ¡¿Que pasa afuera?! -se escuchó la voz de la secretaría pidiendo ayuda, Américo abrió la puerta-.
La señora que acababa de salir se había desmayado. Era la madre de una de sus pacientes más peligrosas. Esta paciente decía haber estado en contacto con la muerte y que esta le aseguró que si mataba a todos sus seres queridos estos escaparían a la muerte del alma en el infierno. Américo no creía en Dios. Nunca creyó siquiera que un Dios existiese. Tampoco creía en la ley de Darwin ni en la teoría de la evolución. Solo creía en la teoría del amor: “Dos personas se aman y procrean, no importa si es Adán y Eva o dos simios, el amor sigue existiendo.” Esa era su única forma de vivir.
Vio a la señora ahí tirada y llamó a uno de los enfermeros.
Entre los dos la levantaron y la llevaron a la guardia en una camilla.
Los dos, el doctor Díaz y el enfermero, de nombre Ramiro, llevaron a la señora a la guardia. El doctor les explico a los médicos lo que le había sucedido a la señora y decidieron dejarla en observaciones.
Américo y su ayudante volvieron al consultorio hablando.
-Estoy preocupado -le confesó Américo al muchacho mientras caminaban por los pasillos en dirección al consultorio- no he dormido bien desde el incidente en la pizzería.
-¿Se refiere a ese caso? -El joven soltó un bufido- ¿Sabía que la señora me mordió cuando se despertó de ese “supuesto” ataque de presión? -Américo se rió- No, en serio. Esa vieja estaba re chapa.
Ramiro, a pesar de que trabajaba junto al doc desde los veinticinco años, le tenía cierto cariño. Era como un padre para él.
-Tal vez debí dejarla internada, ¿No? -dijo el doctor- pero no cambiemos de tema... ¿Conocés al dueño de la tienda “Il noble formaggio”?
-Pues la verdad... no soy un tipo muy amante de las pizzas -le confesó Ramiro- me agradan más las pastas: lasaña, sorrentinos, calzones y todo eso que tiene la pequeña Italia, pero no las pizzas...
-¡Que lastima! -soltó Américo- ¡Justo te iba a invitar a comer! -Américo disfrutaba haciendo sufrir a aquel muchacho, especialmente cuando tenía que darle de comer- Como te decía, el dueño se me hace demasiado conocido...
-Por que no vas y le preguntás como se llama...
-Podría ser -aceptó Américo- ¿pero con que excusa voy?
-Vas y le encargas pizzas, la mía la quiero Napolitana...
-Bueno, tenés razón... -aquella señora que se había desmayado en su consultorio era el último paciente del día- ...Voy ahora mismo a encargarle las pizzas.
Ramiro se despidió de él y entró en el despacho del doctor... allí estaba la joven Analía quien lo miraba inquisitiva.
-¿Y el doctor? .preguntó Analía mientras Ramiro miraba que el doc no se hubiese olvidado nada- ¿se fue?
-Sí -Ramiro echó llave- ¿Lo hacemos acá?
-Eso ni preguntarlo -y después de una larga escena de besos ambos dos se dedicaron un minuto de amor-.





Raziel Saehara
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