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Tesis de un ángel cruel, tesis 2 (I)
#2
(II)
Desperté esa noche temblando y todo transpirado. Ese sueño era nuevo para mí. Había leído hacia mucho tiempo la historia de Gedeón y sus trescientos hombres. En realidad él tenía más hombres, pero Yahvé le dijo que si llevaba al resto del ejército no le iba a dar la victoria. Si uno lo analizaba desde el punto de vista de un Dios, el enemigo no se atemorizaría viendo que estaban en igualdad de condiciones. Pero si se llevaba menos hombres talvez se burlaran de ellos y eso acarrearía su propia destrucción.
No me explicaba por que ese sueño ahora. No tenía sentido.
Entré en la pieza de mi madre y tomé una sabana en silencio. Cambié la que estaba transpirada y me volví a acostar. De repente, olí sangre. Era un olor metálico y ocre que yo conocía muy bien. Me agarré la cabeza. El cerebro me palpitaba a mil. Mis músculos se tensaron. Todo indicaba que me estaba volviendo una persona diferente. Pero, el olor, así como vino, se fue. Los dolores menguaron y me dormí.
Seguí mi vida normal. El colegio, casi terminando el poli-modal, me había tirado a chanta. No soportaba que, a pesar que te esfuerces y otros no lo hagan, uno desaprueba y el otro aprueba. Me dio tanta bronca que me prometí no estudiar directamente. Además terminé casi libre. Tenía muchas faltas. En fin…
En segundo año del poli-modal había insultado a un profesor: el buen Murano, a veces lo extraño. Por esa razón tenía que faltar los jueves a clases. Imagínense, ¡Faltaba todos los jueves!
Mi mejor amigo, Enrique Cataldo, me aconsejó un día de esa semana donde, por medio de la preceptora, me enteré de que había quedado libre.
-Benja, ¿Por qué no dejas el colegio si quedaste libre?
Lo pensé miles de veces. No servía que fuera y no estudiara. Y de eso era conciente…
Me acerqué enojado a la puerta, con mochila y todo, y le dije a la chica que abría la puerta:
-¡Abrime!
-¿Tenés autorización del director? –me exigió ella.
-No, pero si ustedes me hicieron quedar libre no tengo ninguna razón para quedarme –le contesté yo.
-Lo siento pero yo sin autorización no puedo dejarte… ¡Ey! ¡¿Qué haces?!
Me puse como loco. Patié la puerta y rompí uno de los vidrios. La chica, asustada, cerró la ventanilla donde estaba el timbre que abría la puerta. Justo en ese momento, percibí que la puerta donde estaba la otra salida se abría para dejar salir a los de primaria, que salían una hora antes. Fui corriendo y, en medio de la confusión, me escapé. ¡Era libre! Fui esclavo del estudio durante muchos años. Ahora era libre.
-Libre nunca, todavía estoy yo.
Era la voz de mi mente la que hablaba. ¿Podría ser que me estuviera volviendo loco?
-Soy libre y no se hable más –le reproché yo- nunca me vas a dominar.
-Si vos lo decís…
Volví a casa. Allí, mientras caminaba de regreso, pensaba en lo que me había convertido. No me importó mucho, solo que me sentía solo. Necesitaba hablar con Graciela. No sabía donde quedaba su escuela. Sabía que era en “Chacarita”, pero no exactamente donde.

Llegué a casa temprano y, como siempre, mi vieja no estaba. Ni ella, ni ninguna de mis dos hermanas. Por cierto, todavía no hablé de ellas. Mi hermana Romina, a la cual le digo Momichi de cariño, es un año y medio menor que yo. No tiene novio. Y cada tanto sale a bailar. Le gusta la cumbia –Yo odio esa música- igual que a la más chica. Ella en aquel momento tenía diecisiete años.
Mi otra hermana, Vanina, aún no sale a bailar, tiene solo nueve años. Me quiere mucho, a veces tanto que me asusta.
Ya que estamos les voy a hablar de mis puntos de conflicto: Mis padres.
Mi mamá es buena pero un poco obsesiva, especialmente con la limpieza. Todos los días limpia a fondo la casa. Tiene, al igual que yo, un problema con la obesidad. En este momento esta por los ciento diez kilos pero llegó a pesar casi ciento cincuenta kilos, una monstruosidad.
En cambio mi viejo, es un nabo de aquellos. Sexualmente activo y hasta un poco enfermo. Hay una explicación para que esto sea así.
Mi abuelo, don Orestes Ortega, quedó impotente a los cuarenta y tres años. Mi papá vivió con el miedo de que a él también le sucediera algo parecido. Aunque a él todavía le anda.
También está mi abuela, Elsa Yolanda Ricci, a quien el barrio apoda simplemente “Doña chola”. Ella vive con nosotros. Tiene una salud de oro, excepto por su memoria. Y… está vieja.
Ese día, como no iba a ir al colegio, había decidido no aparecer más. Nunca más.
En casa no hacía nada en todo el día. Me iba a los videojuegos con mi amigo Matías y no volvía hasta la noche. Esa era mi vida. Los días pasaban y pasaban… Pronto llegó el sábado. Y ese día…





Raziel Saehara
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Tesis de un ángel cruel, tesis 2 (I) - por Raziel_Saehara - 21-10-2011, 13:43